Una de las cosas más notorias que te encuentras al acercarte a algún tipo de disciplina espiritual, es la gran importancia que en ellas se le da al silencio.
De manera general este silencio es entendido como el acto de no hablar, y en los retiros y encuentros a los asistentes se les aconseja mantener silencio.
Entendiendo que existen varios niveles de silencio. Este primer nivel de silencio que se basa en no hablar es muy enriquecedor, nos permite establecer un dialogo con nosotros mismos que facilita la asimilación de lo que somos y nos acerca a un estado de atención interna al que llamamos meditación.
En este estado comenzamos a trabajar en un segundo nivel de silencio, en donde la información que llega a nuestros sentidos pasa de largo sin que nuestra mente se disperse en ellos, es un silencio más profundo que retumba y acalla ese dialogo que, ahora, ya no es necesario.
Pero en el fondo de ese silencio sigue sonando un ruido, como un chirrido que al resolverlo alcanzamos un tercer nivel de silencio que, creo, es al que las escrituras se refieren y las grandes almas aconsejan.
Consuelo Martín, doctora en Filosofía, especializada en Advaita, lo expresa muy claro en su libro El silencio creador. Nos dice que aquello que hace ruido en nosotros son todas aquellas cosas que hemos añadido a lo que somos, y que conocer y resolver estos añadidos trae consigo ese profundo silencio reparador.
Este tercer nivel, se alcanza al resolver los ruidos que generan nuestro personaje o personajes. Esa individualidad a la que estamos tan apegados e identificados y que, por momentos, nos cansa tanto. Comprender esto es la clave porque es en ese personaje donde residen nuestras angustias, anhelos, limitaciones, esperanzas, infortunios, deseos, inquietudes,, remordimientos, aspiraciones, necesidades, aversiones, condicionantes…
Así, el silencio es indicativo de una mente clara capaz de discernir y comprender su naturaleza, resolver el personaje. Ser consciente de todas las etiquetas con las que cargamos para interactuar con los demás y con el entorno. Etiquetas que, por otro lado, son necesarias y licitas para este proceso llamado vida, pero que es primordial ver como lo que son, añadidos. Etiquetas que enumeramos como nombre, apellidos, género, raza, nacionalidad, profesión, formación y a las que nos apegamos en la ignorancia de nuestra verdadera naturaleza.
Nos convertimos en dependientes de ellas y les damos tanta importancia que no admitimos fallo alguno en sus atributos y si, a nuestro juicio, encontramos en nuestro comportamiento o pensamiento etiquetas vergonzosas, las intentamos tapar, esconder, poner encima otras que, aun que sean falsas o forzadas nos ayuden en esa apariencia que queremos ofrecer a los demás. Nos preocupamos por aparentar, mejorar, perfeccionar y luchamos, nos angustiamos, nos desgastamos en ese empeño.
Sin resolver que este embrollo que hemos montado, y que no nos permite vivir en la satisfacción de sentirnos realizados, no lo solucionamos haciendo algo, ni cambiando nada. Que no es algo que sucederá “mañana”, cuando estemos en otro lugar, cuando hagamos otra cosa. Sin entender que la acción, el cambio, el tiempo son instrumentos del personaje, son etiquetas a silenciar, no conseguiremos esa plenitud, esa felicidad que anhelamos y que llevamos tanto tiempo buscando alrededor.
Ya lo dijo Consuelo Martín, realización no es tener una experiencia especial, luchar o conseguir algo en un futuro, o desprenderte de aquello que crees que frena tu evolución. Realización es sacar a la luz aquello que eres.
De modo que ese silencio profundo que te permite ser consciente de tu realización, de tu esencia, no es mantenerse callado o sentado con los ojos cerrados cara a la pared. Silencio profundo es ese conocimiento en el cual las etiquetas se desvanecen, reflejando su realidad relativa, mientras realizas la acciones necesarias que reclaman tu atención en la vida.
Si quieres conocer ese silencio solo tienes que escuchar.
Interacciones del lector