En las alturas sagradas del Monte Kailāsa reside Śiva, la divinidad que simboliza la disolución y el renacimiento del cosmos. Una noche tranquila, Viṣṇu, el guardián del orden cósmico, decidió visitar a Śiva. A la entrada del monte, se quedó Garuḍa, la majestuosa criatura mitad hombre, mitad águila, que representa la visión profunda y la capacidad de ver más allá de lo evidente. Garuḍa es el vehículo fiel de Viṣṇu.
Mientras Garuḍa esperaba en solitario, absorto en la belleza natural que lo rodeaba, sus agudos ojos divisaron una pequeña ave posada delicadamente sobre el arco que marcaba la entrada a la morada de Śiva. Con admiración en su voz, se dijo a sí mismo: «¡Qué espléndida es esta creación! Aquel que ha formado estas imponentes montañas también ha concebido a esta pequeña ave, y ambos son perfectos a su manera».
De repente, Yama, el dios de la muerte, apareció montado en su búfalo, también dispuesto a visitar a Śiva. Al pasar bajo el arco, Yama fijó su mirada en el pájaro por un breve instante y levantó una ceja en un gesto que a Garuḍa le pareció burlón. Luego, sin decir palabra, Yama continuó hacia el interior de la morada.
En la antigua tradición india, se creía que incluso la más fugaz mirada de Yama era un presagio de muerte. Garuḍa, inquieto, murmuró: «Si Yama ha dirigido su mirada al pájaro, solo puede significar una cosa: su tiempo en este mundo está a punto de terminar. Quizás, al regresar, Yama se lleve su alma consigo». El corazón de Garuḍa se llenó de compasión al ver a la pequeña criatura, completamente ajena a su destino. Decidido a intervenir, Garuḍa se lanzó al vuelo, agarrando al pájaro suavemente con sus poderosas garras, decidido a salvarlo de su inminente muerte.
Voló velozmente miles de kilómetros hasta un bosque remoto, donde depositó al ave sobre una roca junto a un arroyo cristalino. Una vez seguro de haberla puesto fuera del alcance de Yama, Garuḍa regresó a su puesto en la entrada del Monte Kailāsa.
No mucho después, Yama salió de la morada de Śiva. Garuḍa lo saludó respetuosamente, aunque la curiosidad lo embargaba. «Oh, gran Yama», dijo, «¿puedo hacerte una pregunta?»
Yama asintió con serenidad. «Antes, al llegar, observaste a un pequeño pájaro sobre el arco de entrada. ¿Por qué lo miraste de esa manera?»
Con una leve sonrisa, Yama respondió: «Cuando vi al pájaro, supe que su muerte estaba cerca. Estaba destinado a ser devorado por una serpiente pitón en un bosque, a muchos kilómetros de aquí, junto a un arroyo. Me preguntaba cómo podría aquella pequeña criatura llegar tan lejos en tan poco tiempo, pero ahora veo que de algún modo su destino se cumplió». Tras decir esto, Yama sonrió y se fue.
Garuḍa se quedó perplejo, reflexionando sobre lo sucedido. Había intentado cambiar el destino del ave, solo para darse cuenta de que, en su esfuerzo por protegerla, él mismo la había llevado directamente hacia su destino.
Esta historia nos recuerda cuán frecuentemente creemos tener el control sobre las situaciones, ofreciendo ayuda sin que nos la pidan, convencidos de que sin nuestra intervención las cosas no podrán resolverse. A veces, en nuestra arrogancia, olvidamos que no siempre podemos alterar el curso de los acontecimientos.
En la postura de Garuḍāsana, uno se encuentra en un equilibrio precario, con los brazos y piernas entrelazados, trabajando tanto el cuerpo como la humildad. Esa misma humildad que, al igual que Garuḍa, siempre viene bien practicar.
Físicamente, Garuḍāsana es excelente para aliviar el asma, la ciática y el dolor en la zona lumbar. La postura de los brazos estira la parte superior de la espalda y la parte posterior de los hombros, liberando la tensión acumulada en estas zonas.
Para realizar la postura, comienza en Tādāsana, tomando conciencia de tu cuerpo, el espacio que ocupas y tu entorno. Conecta esa conciencia con tu respiración. Lentamente, carga el peso sobre tu pierna izquierda, eleva y cruza tu pierna derecha por delante de esta, envolviendo tu pierna izquierda. Flexiona suavemente la rodilla izquierda y fija tu pie derecho en la parte interna del gemelo izquierdo.
Cruza los brazos, con el izquierdo sobre el derecho sin presionar sobre el pecho, flexiona los codos y dirige los dedos hacia el cielo, intentando juntar las palmas de las manos. Si hoy no es tu mejor día en cuanto al equilibrio, puedes dejar el dorso de los dedos del pie derecho en el suelo para mayor estabilidad.
Respira lenta y profundamente, sintiendo el movimiento de la respiración en tu suelo pélvico, tu zona lumbar, dorsal, cervical, hasta la coronilla. Permanece así durante siete respiraciones profundas, luego deshaz la postura y repite del otro lado.
Y continúa tu secuencia…
Interacciones del lector